jueves, 15 de febrero de 2018

Dylan Thomas (1914 - 1953)


Exactamente como los perros

Solo, protegido del viento bajo un arco del ferrocarril, miraba la extensión de arena, larga y sucia en la creciente oscuridad, con unos pocos niños junto al borde del mar y una o dos parejas apresuradas, con los impermeables flotando hacia atrás como globos, cuando se me unieron dos jóvenes, al parecer salidos del aire, y encendieron fósforos para sus cigarrillos, iluminando sus rostros bajo las llamativas gorras a cuadros.
Uno tenía el rostro agradable; las cejas se inclinaban cómicamente hacia las sienes, los ojos eran cálidos, castaños, profundos y cándidos, y su boca carnosa y débil. El otro tenía nariz de boxeador y un pesado mentón erizado de cerdas.
Observamos a los niños que volvían del aceitoso mar; pasaron gritando bajo el arco lleno de ecos, y luego sus voces se desvanecieron. Pronto no quedaba ninguna pareja a la vista; los amantes habían desaparecido entre las dunas y yacían allá, en medio de las latas y las botellas rotas del verano pasado y los papeles que revoloteaban entre ellos. Era cosa de locos andar por allí.

Los desconocidos, acurrucados contra la pared, las manos hundidas en los bolsillos, los cigarrillos chisporroteando, miraban fijamente a la oscuridad que se espesaba sobre las arenas vacías, pero sus ojos bien podían haber estado cerrados. Pasó un tren por encima de nosotros y el arco se estremeció. Sobre la costa, detrás del tren que se alejaba, volaron juntas nubes de humo, harapos alados y huecos cuerpos de grandes pájaros negros como túneles, que se hicieron pedazos perezosamente; las cenizas cayeron por el tamiz del aire y la húmeda oscuridad apagó las chispas antes que tocaran la playa. La noche anterior, pequeños y activos espantapájaros se habían inclinado sobre las vías recogiendo cosas, y un basurero solitario de aspecto digno había andado tres millas junto a los rieles, con una bolsa vacía de carbón y un bastón con púa de guardián de parque. Ahora yacían envueltos en bolsas, dormidos en un desvío, las cabezas metidas en latas, las barbas en paja, o tirados sobre los desperdicios en el umbral de Jack Stiff, cerca de la taberna de Fishguard Alley, donde los bebedores de alcohol etílico bailaban en brazos de los policías, y mujeres que parecían montones de ropa aguardaban, escondidas en los zaguanes y en huecos de las paredes rezumantes, a vampiros y bomberos. La verdadera noche ya estaba encima de nosotros. El viento cambió. Comenzó a llover. La playa desapareció. Permanecimos en el hueco y ventoso recinto del arco escuchando los ruidos amortiguados del pueblo, un tren de carga entrando en un desvío, una sirena en los muelles, los roncos tranvías de las calles lejanas, alguien que batía hierro, un ladrido de perro, ruidos de ignota procedencia, un distante crujir de madera, puertas que golpeaban donde no había casas, una máquina que, en una colina, balaba como una oveja.

Los dos muchachos eran estatuas que fumaban, observadores y testigos con gorra y sin corbata, tallados en la piedra del ululante cuarto de metal, sin ninguna parte adonde ir, sin nada que hacer, y con toda la noche lluviosa y casi invernal por delante. Hice pantalla a un fósforo con mis dos manos para que pudieran ver mi cara dramáticamente iluminada, los ojos misteriosamente hundidos, quizás, en un rostro sorprendentemente blanco, mis facciones jóvenes, salvajes, en el repentino temblor de la luz; para que se preguntasen quién era yo, mientras fumaba mi última colilla y me preguntaba quiénes eran ellos. ¿Por qué estaba tan rígido el tipo del rostro blanco, como una estatua con un gusano de luz? Debería haber tenido una muchacha simpática que lo peleara un poco y lo llevara al cine para llorar allí juntos, o niños con quienes jugar en una cocina de Rodney Street. No tenía sentido que estuviera allí, silencioso durante horas, bajo un arco del ferrocarril, en una noche infernal del fin de un mal verano, cuando había muchachas dispuestas a ser tibias y amigas en los bodegones, y en los zaguanes, y en el café de Rabbiotti —abierto toda la noche—; cuando en el bar del Bahía, en la esquina, había una chimenea ardiente, y bolos, y una muchacha sensual y morena con cada ojo de distinto color; cuando estaban abiertos los salones de billar, excepto el de High Street, al que no se podía entrar sin cuello y corbata; cuando los parques cerrados tenían glorietas vacías y techadas con verjas tan fáciles de trepar.
En algún lugar, un reloj de iglesia dejó caer muchas campanadas, que se oyeron débilmente, desde la derecha; pero no las conté.

El otro muchacho, situado a menos de medio metro de mí, debería haber estado gritando con sus amigotes, alardeando por los caminos, apoyándose en mostradores, bailando o peleándose en Mannesmann Hall, o cuchicheando junto a un balde en el rincón de un ring. ¿Por qué estaba allí, encorvado, con otro muchacho meditabundo y conmigo, escuchando nuestra propia respiración y al mar y al viento, que diseminaban arena bajo el puente, y a ese perro encadenado, y a esa sirena, y el rodar de los tranvías a una docena de manzanas de distancia; observando el fósforo que se encendía y el rostro fresco del muchacho que espiaba en las sombras, el haz de luz del faro, el movimiento de una mano y un cigarrillo, cuando el pueblo, bajo la llovizna, y los bares, los clubs, los cafés, las callejas del arrabal, las arcadas del paseo estaban llenos de amigos y enemigos? Podía estar jugando a las cartas, a la luz de una vela, en un cobertizo del aserradero.

Las familias se sentaban a cenar en las filas de casas del pueblo, las radios estaban encendidas, los novios de las muchachas aguardaban en las salas. En las casas vecinas leían los diarios sobre el mantel tendido y freían las patatas de la cena. Se jugaba a las cartas en las salas de las casas de las colinas, y en éstas las familias recibían a los amigos, y las persianas de las habitaciones de adelante estaban a medio cerrar. Oí el mar en el frío mordisco de la noche. De pronto uno de los desconocidos dijo, con voz alta y clara:
—¿Qué estamos haciendo aquí?
—Estamos debajo de un puente de porquería —dijo el otro.
—Y hace frío —añadí.
—Y no se está muy cómodo —agregó la voz alta del muchacho del rostro agradable, ahora invisibl —. He parado en mejores hoteles que éste.
—¿Te acuerdas de aquella noche en el Majestic? — preguntó el otro.
Hubo un largo silencio.
—¿Viene mucho aquí? —preguntó el muchacho agradable. Parecía no haber cambiado nunca la voz.
—No; es la primera vez que vengo —dije—. A veces paro en el puente de Brynmill.
—¿Nunca probó el muelle viejo?
—Cuando llueve no sirve, ¿verdad?
—Abajo del muelle, quiero decir, entre los pilares.
—No; nunca estuve allí.
—Tom pasa todos los domingos debajo del puente —dijo amargamente el muchacho con cara de boxeador—. Tengo que llevarle la cena en un diario.
—Ahí viene otro tren —dije. Rugió encima de nosotros, el arco bramó, las ruedas aullaron a través de nuestras cabezas y quedamos ensordecidos, cegados por las chispas, aplastados bajo el ardiente peso; luego volvimos a erguirnos, como negros castigados, en la tumba del arco. Ningún ruido se oía desde la ciudad, engullida por el fragor. Los tranvías habían enmudecido. La presión del mar escondido restregaba los restos tiznados de las rocas. Sólo quedaban con vida tres muchachos.
Uno dijo:
—Es triste vivir sin hogar.
—¿Entonces usted no tiene hogar? —dije.
—Oh, sí; tengo.
—Yo también.
—Yo vivo cerca de Cwmdonkin Park —dije.
—Ése es otro lugar donde Tom se sienta en la oscuridad. Dice que escucha a las lechuzas.
—Una vez conocí a un tipo que vivía en el campo, cerca de Bridgend —dijo Tom—. Durante la guerra pusieron allá una fábrica de municiones que terminó con todos los pájaros. El tipo que le digo decía que siempre se puede distinguir a los cuclillos de Bridgend porque ahora cantan «hijosdepú», «hijosdepú». Hijosdepú , repitió el eco del arco.
—¿Entonces qué hace bajo el puente? —preguntó Tom—. Se está bien en casa. Puede correr las cortinas y sentarse junto al fuego, feliz como un piojo. Hoy canta Gracie por radio.
—No quiero estar en casa. No quiero sentarme junto al fuego. Cuando estoy adentro no tengo nada que hacer, y no quiero irme a la cama. Me gusta quedarme de pie, así, sin nada que hacer, en la oscuridad, solo —dije.

Y me gustaba, sí. Era un noctámbulo solitario, y me gustaba detenerme en las esquinas. Me gustaba caminar a medianoche por la ciudad mojada, cuando las calles estaban desiertas y las ventanas apagadas, solo y vivo sobre las relucientes vías de los tranvías de High Street, vacía y muerta bajo la luna, gigantescamente triste en las húmedas calles junto a la fantasmagórica capilla de Ebenezer. Y nunca me sentía más parte del mundo remoto y sobrecogedor, o más lleno de amor y de arrogancia y de piedad y de humildad, no por mí solamente, sino por toda la tierra viviente sobre la cual sufría y por los insensibles sistemas del aire superior, Marte y Venus, y Brazell y Skully, y los hombres de China y Santo Tomas, muchachas burlonas y muchachas fáciles, soldados, y matones, y policías, y sospechosos compradores de libros de segunda mano, y mujeres malas y harapientas que pretendían gozar contra las paredes del museo por una taza de té, y mujeres perfectas, inaccesibles, salidas de las revistas de modas, de dos metros de altura, navegando lentamente, barnizadas, a través del acero, del vidrio, del terciopelo. Me apoyaba contra la pared de una casa abandonada de la zona residencial, o me metía en sus habitaciones vacías, deteniéndome aterrorizado en la escalera, o miraba por las ventanas destrozadas hacia el mar, o hacia nada, mientras las luces se apagaban una tras otra en las avenidas. O me acurrucaba en una casa a medio construir, con el cielo pegado al techo y gatos en la escalera y el viento corriendo por el esqueleto de las habitaciones.
—Y tú qué hablas —dije—, ¿por qué no estás en tu casa?
—No quiero estar en casa —dijo Tom.
—Yo no soy exigente —dijo su amigo.

Al encenderse un fósforo, sus cabezas bailaron ensanchándose sobre la pared, y formas como de toros alados crecieron y luego se empequeñecieron.
Tom comenzó a contar una historia. Si pasara otro desconocido caminando por la playa frente al arco y oyera el eco de aquella voz aguda saliendo de un agujero… pensé.
Perdí el comienzo del relato, mientras pensaba en el pánico del hombre de la playa, corriendo como un futbolista de un lado a otro, entre las sombras amenazantes, hacia las luces del otro lado de la vía del tranvía, y recogí la voz de Tom en medio de una frase:
—… me acerqué a ellas y les dije: ¡qué linda noche! La noche no tenía nada de linda. La playa estaba vacía. Les preguntamos cómo se llamaban y ellas nos preguntaron cómo nos llamábamos nosotros. A esto ya estábamos caminando juntos. Walter les contaba la fiesta del Melba y lo que había pasado en el vestuario de las mujeres. Había que arrancar a los tenores a tirones, como si fueran hurones.
—¿Cómo se llamaban? —pregunté.
—Doris y Norma —dijo Walter.
—Así, pues, caminamos por la playa hacia las dunas —prosiguió Tom—, y Walter iba con Doris y yo con Norma. Norma trabajaba en el lavadero. Hacía pocos minutos que caminábamos y charlábamos cuando me di cuenta de que estaba enamorado de la chica, de pies a cabeza, y no era la más bonita.
La describió. Me pareció verla claramente. El rostro regordete, bondadoso, los alegres ojos castaños, la boca ancha y tibia, el cabello abundante peinado en alto, el cuerpo tosco, las piernas como botellas, el trasero ancho, surgían en pocas palabras del relato de Tom; la vi caminar sólidamente por la playa, con su traje de lunares, en la lluviosa tarde otoñal, con las manos ásperas dentro de guantes de fantasía, pañuelo de voile metido en la pulsera de oro de su muñeca y una cartera de color azul marino con monograma, cierre prominente, rouge, un billete de ómnibus y un chelín.
—Doris era la bonita —decía Tom —; fina, arreglada y aguda como un cuchillo. Yo tenía veintiséis años y nunca había estado enamorado, y allí estaba, abriendo la boca frente a Norma, en medio de la playa del Tawe, demasiado asustado para tocar sus guantes con un dedo. Entonces Walter pasó su brazo por la cintura de Doris.
Buscaron refugio detrás de una duna. La noche cayó sobre ellos rápidamente. Walter abrazó a Doris, riendo, y Tom se sentó junto a Norma y tuvo el valor de asirla de su frío guante y contarle todos sus secretos. Le habló de su vida y de su trabajo. Le gustaba quedarse en casa por las noches leyendo un buen libro. A Norma le gustaban los bailes. A él también. Norma y Doris eran hermanas.
—Nunca lo hubiera pensado —dijo Tom—. Eres hermosa; te quiero.
La noche del relato bajo el puente dejaba paso a la noche del amor en las dunas. El arco era tan alto como el cielo. Murieron los débiles ruidos ciudadanos. Me eché junto a unas matas, al lado de Tom, como un rufián, y agucé la vista para ver cómo sus manos se redondeaban sobre los pechos de Norma.
—¡No te atrevas…! —Walter y Doris yacían silenciosos, cerca. Se podía oír caer un alfiler.
—Y lo curioso fue —dijo Tom— que después de un rato todos nos sentamos en la arena y nos sonreímos. Y luego, en la oscuridad, sin decir palabra, cambiamos de lugar. Y me encontré acostado con Doris, y Norma con Walter.
—Pero ¿por qué cambiaste, si amabas a Norma? —pregunté.
—Nunca comprendí por qué —dijo Tom—. Todas las noches pienso en eso.
—Eso fue en octubre —dijo Walter.
Y Tom continuó:
—No vimos a las chicas hasta julio. Yo no podía mirar a Norma de frente. Y después, un día denunciaron nuestra paternidad; Mr. Lewis, el juez, tenía ochenta años, y además era sordo como una tapia. Se colocó una trompetilla en la oreja, y Norma y Doris prestaron declaración. Después nosotros. Pero el juez no pudo decidir cuál era de quién.
Y al final sacudió la cabeza, y señalando con la trompetilla dijo: «¡Exactamente como los perros!»

De pronto recordé que hacía frío, y me froté las manos entumecidas. Imagínense: toda la noche de pie en el frío. Supongan, pensé, que escuchan una historia larga y desagradable en la noche escarchada, bajo un arco polar.
—¿Qué pasó después? —pregunté.
Walter contestó:
—Me casé con Norma —dijo— y Tom se casó con Doris. Teníamos que ser correctos, ¿no es así? Por eso Tom no quiere ir a su casa. No vuelve hasta la madrugada. Y yo tengo que hacerle compañía. Es mi hermano.
Corriendo podía llegar a casa en diez minutos. Me subí el cuello de la chaqueta y me bajé la visera de la gorra.
—Y lo curioso —dijo Tom— es que yo quiero a Norma; pero Walter no quiere ni a Norma ni a Doris. Tenemos dos hijos muy lindos. Al mío le puse Norman.
Nos dimos las manos.
—Hasta la vista —dijo Walter.
—Yo ando siempre por aquí —dijo Tom.
—¡Hasta pronto!
Salí de abajo del puente, crucé Trafalgar Terrace y taconeé con fuerza por las empinadas calles

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